lunes, 20 de octubre de 2008

1. De los males abundantes - 1.1 De las mujeres y otros desastres naturales - 1.1.1 De las madres

Viene tallando en algunos blogs amigos, cada vez con mayor insistencia, la teoría de cierta crueldad ínsita en el cromosoma XY sobre cuyos efectos se han elaborado enjundiosos estudios, particularmente respecto de sus manifestaciones en la relación madre - hijo varón con apéndice bamboleante. Es propósito de la presente entrega, indagar en la veracidad de tales asertos a partir de la experiencia recogida en mis años púberes.

Como algunos de ustedes saben soy el segundo hijo de un total de cuatro hermanos bien hombrecitos con escasa diferencia de edades, y todos fuimos adolescentes (en distinto grado) casi al mismo tiempo. Pero no soy portador del gen maldito en el sentido apuntado, aunque menos por disciplina u otra cosa que por el hecho de no gustarme la noche más que para dormir. Nunca fui de llamar para avisar donde estaba ni otras delicadezas, pero mi madre siempre pudo contar con que yo llegaría a la hora que había prometido con una exactitud cronométrica. Podía ocurrir que llegara borracho pero llegaba. Otro, muy otro, fué el caso de mi hermano menor Gualo (así apodado por ser más malo que un gualicho).

Una de aquellas madrugadas de sábado volví silbando bajito de alguna incursión exitosa al boliche de turno, entré en casa sin hacer el menor sonido, puse la tranca en el portón, atravesé el patio, dí el santo y seña (mi madre siempre fué incapaz de conciliar el sueño hasta que todos hubiéramos entrado así que preguntaba con voz ronca "¿Pablo sos vos?") y subí a mi habitación. A los 17 años tenía permiso hasta las 2:00 AM lo mismo que Quique, mi hermano mayor, por entonces haciendo el servicio militar. Gualo, de 14, tenía venia hasta las 12:00 PM y Maschi (el benjamín) no figuraba ni a placé. Serían 1:30 AM y Gualo no estaba en su cama.

Bajé la escalera, salí al patio, saqué la tranca y regresé puteando al bastardo hasta en soajili; sabía bien el sainete que se montaría a continuación: Mamá empezaría a sollozar histéricamente como una de esas lánguidas heroínas de telenovela al grito de "¡a ese chico me lo mataron!". Sí, siempre era una muerte trágica, nunca una demora, un contratiempo, una avivada, no señor, aunque no hubiera razón aparente el pibe medio degollado se desangraba en algún callejón por ahí. Después se levantaba como una zombie haciendo flamear su inconmensurable camisón blanco y deambulaba insistentemente entre dos puntos fijos: el umbral de su dormitorio y la puerta del lavadero, dejando una zanja a su paso por donde escurrían sus infinitas lágrimas y no menos infinitos mocos. Yo era un experto en el ritual porque siempre me tocaba el dudoso privilegio de ser su único espectador. Acaso por eso lloraba de ida, mientras se aproximaba al lavadero, y profería sus letanías a voz en cuello cuando se aproximaba al dormitorio, donde mi padre descansaba después de trabajar como un burro todo el día. En algún punto de la noche, Gualo restañaría sus heridas de muerte y llegaría lo más campante justo en el momento en que Mamá yacía hiperventilada en su lecho y Papá por fin había tomado razón y nota de aquella vastísima desesperación. Rápido para escurrirse, el prófugo lograría llegar hasta su cama en medio de la confusión y dormiría como Tutankamón medio minuto después. Pero yo no, por estricta conveniencia permanecía atento a los tres sonidos típicos: "Ya llegó ese hijo de puta" diría Mamá, "GGGRRRLLLLLSSSSSFFFFFFSSSSS" diría el Viejo, la puerta del placard rechinando indicaría el preciso instante en que mi Padre retiraba un cinto para ajusticiar al reo y luego sus pasos pesados subiendo la escalera que va a nuestro cuarto. En el interín y en tren de evitar ser blanco de algún cintazo que por caso sobrara, yo ocultaba toda la evidencia comprometedora bajo mi almohada (cigarrillos, preservativos, revistas con poco texto y muchas fotos, etc.) y en voz baja trataba de advertir al patibulario "Gualo te van". Nunca funcionó; los tres primeros lonjazos siempre lo agarraban dormido. Después él diría su frase triunfal "quién me quita lo bailado" y Mamá (a mi pobre Viejo) su línea final "Bestia! lo querés matar a ese chico?". Fin del entremés, váse por el foro.

Aquel sábado fué bastante parecido excepto por un detalle: Gualo, visto con vida por última vez al mediodía, no volvió en algún punto de la noche y la Vieja desbordada de pánico encontró en mí algo a lo que apuntarle; "vos sos mayor que él, deberías saber dónde está" repetía. Haciendo a un lado la incoherencia magna de tal afirmación, lo cierto es que me conmovió y salí a rastrearlo apenas clareó el día. Tras varias pesquisas (porque en el barrio rige la omertá siciliana) convencí a Pistola (un vago amigo) que me diera su paradero. Aparentemente estaba en el departamento de un amigo a pocas cuadras, donde según me dijo, pasaría la noche ya que los padres del cómplice estaban fuera. Hasta allí llegué, toqué timbre, me abrió una piba (tal vez 15 o 16 años) en bombacha y corpiño desperezándose y señaló la puerta de la pieza donde el guacho dormía como un bendito. Sintiéndome el emperador absoluto de los pelotudos (entre otras cosas porque la primera vez que pasé toda una noche en compañía femenina fué cuando me casé) le dije: "¿estás bien? no vuelvas hasta que Papá se vaya porque te amasan".

Exhausto volví a casa con la buena nueva: "Gualo está entero y en el mejor de los mundos, ahora me voy a dormir".

Llegó a las 10:30 AM, se disculpó con Mamá y se sentó en el living a tomar mate. "No te pongas así mamita" le decía a una mole insonora de la que podía huir en un sólo movimiento. Y se despreocupó.

Ví toda la escena paralizado de espanto; Mamá fué hasta el costurero, sacó una tijera enorme y se acercaba sigilosa por la retaguardia del desprevenido (lo va a amasijar en serio - recuerdo haber pensado), tiró su larga cabellera ondulada hacia atrás y en una maniobra agilísima de la que cualquiera que haya visto a mi vieja la creería incapaz, le zampó cuatro o cinco tijeretazos, cada uno de ellos coincidente con un mechón rubio que se desplomaba inerte al suelo. El pibe, que hasta ahora cultiva su imagen de Paul Newman subdesarrollado, parecía una lechuza muerta a cascotazos, tuvo que raparse completamente y se autoacuarteló todo el tiempo que tardó en crecerle el pelo.

¿Y, en qué cromosoma reside la maldad, ehh?

martes, 7 de octubre de 2008

No abrir hasta mañana

(8/10/01 - hoy)

Era tan cierto entonces (cursi pero cierto) como ahora:

II

Te quiero con temblor de lentos ríos,
con madurez de júbilo y de llanto,
con esta sed que ahondo cuando canto,
con mi razón entre mis desvaríos.

Con mi sangre que irrumpe y que te nombra
llena de ansias de nuevo amanecidas,
con mi muerte en los huesos, con mi vida,
con mi parte del sol y con mi sombra.

Como un torpe movimiento de alas truncas
que buscan sin embargo sus orientes;
ese blando final del derrotero.

Como si no hubiese querido nunca;
pero a un tiempo también, curiosamente,
como si hiciera siglos que te quiero.



Ya sé, dirás "un sólo centavo por cada vez que se dice" y estás en lo correcto. Pero otra cosa es escribirlo, Tana, muy otra cosa.

Como alguien dijo por ahí, no es la carne, es el hecho.