martes, 30 de diciembre de 2008

El día que hablé con Dios - Primera parte

Hasta la generación en que nací la mía fué una famila prácticamente huérfana de tíos/as; los hermanos de mi madre murieron en la segunda guerra mucho antes de que mi abuela emigrara de su Alemania natal y conociera a mi abuelo, mi padre en cambio tuvo un hermano al que vimos dos veces en la vida: en el velorio de mi abuelo paterno y en la fiesta de año nuevo del 2008. Así las cosas, la que vino a cumplir ese rol fué Mary, amiga de la infancia de mi vieja, casada con el mejor amigo de mi viejo (y padrino mío también) y madre de dos hijas (Valeria y Paola) a quienes reconocemos como primas por el hecho elemental de que no hay un solo recuerdo de nuestra infancia en el que no estén presentes. Casi podría decirse que lo de "primas" funcionó como una categoría residual donde encasillar a quienes compartieron nuestros años mozos sin lazos de sangre de por medio.

Se sabe por lo dicho antes de ahora que a tres de los cuatro hermanos la adolescencia nos asaltó casi al mismo tiempo y se sabe también, por ser un hecho incontrovertible de la naturaleza, que los adolescentes varones se ponen monotemáticos, monopensantes y de atención unidireccional llegado cierto punto. Nunca fuimos la excepción a ninguna regla, tampoco a esta y como simples mortales, cada uno por su lado, los tres mayores (el Maschi era un niño por entonces), siguiendo escrupulosamente el tiránico dictado de la testosterona, nos abocamos con toda dedicación a corretear doncellas. Es una época dura y hostil, créame, hay tanto que hacer para llegar a donde uno va y no se sabe ni cómo mierda empezar; y todo esfuerzo resulta poco, no bastan las cuatro duchas diarias ni aprender a sonreir con todos los dientes ni gastar los cuatro mangos que se tienen en pelotudeces edulcoradas para ellas ni hacer de monigote faldero; no hay de otra: es zonzo el cristiano macho cuando el amor (en el sentido no bíblico de la palabra) lo domina. Hasta que un buen día el propósito natural encuentra su cauce y el tibio "sí" de alguna niña nos permite imaginar el Cielo.

Así fué como los tres, cada uno portador de una llave de la casa, comenzamos a aprovechar deliciosamente - en riguroso secreto y absoluto sigilo - la habitación común durante las horas de la tarde en que no había adultos merodeando, hasta que se dieron dos o tres interrupciones recírpocas que nos obligaron a blanquear la situación y coordinar esfuerzos en beneficio de todos. Nos estábamos pisando mutuamente el poncho y eso no era bueno para la causa, no hubo más remedio que coincidir en lo que todavía hoy se recuerda como el Pacto de Coghlan (barrio aledaño a la casa paterna donde jugábamos a la pelota), un acuerdo tripartito de no intromisión integrado por una única cláusula: el día se dividió en tres turnos de dos horas y a cada quién le tocó uno que no podía modificarse sin previo y expreso consentimiento de su legítimo derechohabiente. Funcionó de maravillas mientras duró (un par de meses).

Mamá - hábil en esto de meterse donde nadie la llama - descubrió en ocasión de lo que ella llamaba "limpieza profunda del cuarto de los chicos" un corpiño que no le pertenecía, cosa extraña si las hay en un hogar donde ostentó el dudoso privilegio de ser la única mujer. Ni qué decir de los vituperios y maldiciones que desparramó a los cuatro vientos y los males infinitos con que nos amenazó mientras la mirábamos impertérritos, sin darnos por aludidos, como vacas que ven pasar el tren.

Un error pequeño, un mínimo descuido es suficiente, la vieja puso su radar en el modo alerta y sabe Dios lo que la NASA pagaría por un radar como ese. "Hay que desensillar hasta que aclare" dijo Quique; sabias palabras, pero no pasaron ni cinco días hasta que volvimos a las andadas. Quiso la puta suerte que tocara justo en mi turno, la vieja salió antes del trabajo y se vino con mi tía Mary y mis dos primas a media tarde sorprendiéndome en plena faena. Si hay algo peor en la vida realmente me gustaría saberlo, no sólo el sainete puertas adentro que no es poco, no señor, también el escarnio público. Por fortuna había recordado dar una sola vuelta de llave para impedir ingresos no autorizados y eso me dió como un minuto y medio para vestirnos (la doncella en cuestión y quien suscribe) y encontrar un lugar para esconderla: "Andá al baño de abajo, metete en la bañadera, corré la cortina y no respires, mi integridad está en juego y la tuya también".

Y entró en malón aquella jauría de sabuesas enardecidas, husmearon los cuartos, debajo de las camas, dentro de los placares y nada; "ya vas a ver si estabas haciendo lo que creo" profetizaba apocalípticamente mi vieja, "¿no te da vergüenza?" secundaba mi tía, "¿dónde la escondiste?" preguntaban las dos bastardas traidoras de mis primas. "¿A qué viene tanto quilombo? estaba durmiendo (ahora si en el sentido bíblico de la palabra) la siesta" me defendí - "claro, claro, con la puerta del patio cerrada con una vuelta de llave" - dijo sin dejar de buscar. Después una a una usaron el baño donde se ocultaba la susodicha mientras yo - sin que me quepa un alfiler en el culo - pensaba febrilmente en cómo sacar a esas cuatro mujeres de aquella casa, cuyo defecto constructivo más notable (me refiero a la vivienda por supuesto) sea acaso que para salir de ella hay que atravesar el living donde finalmente se apoltronaron a tomar mate (las cuatro), y todo eso con un límite temporal bien preciso: mi partenaire me había dicho que a las cinco de la tarde su padre la pasaba a buscar por el club donde se suponía que estaba jugando al voley desde las tres.

Eran las cuatro y media, estaba irremisiblemente perdido, réprobo y condenado cuando se me ocurrió una idea salvadora ...

lunes, 15 de diciembre de 2008

El buey lerdo toma el agua turbia

El divorcio es triste; puede resultar el mal menor, conjugar culpas predominantes o proporcionales, ser consensuado o litigioso, madurado o abrupto, tanto da, siempre es triste. A veces no para sus protagonistas pero siempre es triste para alguien. Sus padres se están separando y mi sobrina, Guillermina (7), acusa el proceso en sus ojitos vivarachos, pregunta y cuestiona, cuestiona y pregunta y no es la única. A estas alturas su prima Lola está bien empapada del tema y perfectamente solidarizada con la causa de los hijos de padres divorciados. Días atrás, durante el cumpleaños de su primita, Lola encaró directamente a mi futura ex cuñada (esposa de Diego y madre de Guillermina) y le preguntó de una, con tono acusatorio, sin anestesia y estando yo presente: "¿Tía por qué te querés divorciar de mi tío Diego?" (pregunta ríspida donde las haya, tomando en cuenta que patrocino a mi hermano en su contra, que mis sentimientos hacia ella oscilan entre la neutralidad absoluta y el fastidio y que ella sabe todo esto).

En tren de distraer al Maschi (apócope de "más chiquito" con el que apodamos a Diego desde siempre por ser el menor de los cuatro) de su pesadumbre y de ponerle el cuerpo a este trance incómodo - porque si una cosa tiene mi familia es vocación corporativa - últimamente Guille pasa los fines de semana en nuestra casa entre juegos, chapuzones y disputas de soberanía con Lola.

Vaya uno a saber qué cosas pasarán por su cabecita, lo cierto es que la sobrina se ha puesto regalona con su tía Tana, que piropos de aquí, que mimos de allá, que atenciones de acullá, mientras Lolita mira llover cascotes sobre su rancho.

- Tía, te hice este dibujito para vos - decía Guille mientras la Tana, beso mediante, ponía el papel bajo el vidrio de su mesa de luz.


Cinco minutos después, Lolita con lo suyo: "Mami te hice este dibujo para que lo pongas en tu mesa de luz, ahora".



Uno nunca sabe, mejor curarse en salud, cocodrilo que se duerme es cartera, más vale prevenir que lamentar, el buey lerdo toma el agua turbia ...