lunes, 8 de noviembre de 2010

Mi abuela

A ella la trajo Marte - solía decir - nació en 1913 en Hamburgo, Alemania, epicentro de una, por entonces, convulsionada Europa; su niñez y juventud estuvieron signadas por guerras y posguerras. Única hija de una familia acomodada fué criada y educada para ser lo mejor que pudiera pasarle a un hombre en la vida y eso hizo, se casó siendo muy jóven con un prometedor oficial de la Wehrmacht, a quien le dió cuatro hijos, todos ellos (y marido también) devorados por la guerra. Viuda, sin hijos ni horizonte, aceptó el consejo de su madre de subir al barco que la traería a los brazos de mi abuelo, océano mediante. Ella no hablaba del ayer, decía con acierto que evocar el pasado es ocioso porque nunca devuelve nada y que había que aprovechar el día porque a la noche los vagos se vuelven aplicados. Ella no daba razón de sus razones, tuvo cinco nietos pero ojos para uno solo: un servidor; y muy poco, francamente, le importaban las argumentaciones de mi madre, en este tema y en casi cualquier otro. Ella tenía la magia del rey Midas en las manos, hacía cualquier prenda o muñeco de peluche, bordaba, tejía, cocinaba memorablemente y con tres o cuatro piñones y ramitas recogidas del jardín hacía un centro de mesa navideño que te cagabas sólo de verlo. Su casa resplandecía y una mesa puesta por ella con la platería y vajilla que salvó de su patria derrumbada, era digna de un banquete real, ni más ni menos. Esa era mi abuela.

Recuerdo un verano - yo tenía 8 años - que pasamos juntos en Villa General Belgrano, Córdoba, invitados por un matrimonio austríaco del que ella era muy amiga. Era una casona colonial emplazada en medio del campo y rodeada de sierras. El dueño de casa, Baldur, era afecto a coleccionar armas, las adquiría en remates de rezagos militares, las reparaba, y las colgaba en la pared por el puro gusto de admirarlas. Un domingo a la tarde dispuso unas cuantas latas de conserva como a media cuadra del porsche trasero sobre la rama horizontal de un árbol y se puso a hacer puntería con una carabina. Yo estaba fascinado con el evento y rompí sistemáticamente las bolas hasta que me dejaron probar, mi abuela no me miraba con aprobación digamos y a Baldur menos. En cierto punto el hombre le ofreció a mi abuela turno para voltear latitas y ella se negó parcamente, el insistió y ella accedió a condición de que la dejara intentar con un fusil antiguo que colgaba sobre la chimenea. Él la miró incrédulo, fué hasta la casa a buscar el arma, la cargó y se la ofreció bajo advertencia de que era realmente pesada y de grueso calibre y de que se afirmara bien para aguantar el retroceso del disparo. Ella se lo cargó al hombro y ...

(lo que sigue es el recuerdo impreso en la mente de un chico de 8 años contado por un hombre de 44, puede tener alguna imprecisión pero una cosa te digo: presté suma atención, creo que nunca estuve más atento en mi vida y lo mismo te hubiera pasado si hubieras visto a tu propia abuela con un fusil Level al hombro)

... disparó 5 veces, hizo 5 blancos y mandó a mejor vida a 5 latas, así nomás.

A mí se me cayó la mandíbula del asombro - como al pato Lucas - simplemente no podía creer que esa mujer que horneaba el mejor Strudel del mundo y bordaba mis iniciales en mis pijamas fuera la viva reencarnación de Billy The Kid. Nunca se lo he contado a nadie como tampoco lo que dijo a continuación.

- ¿Ha visto Margarita? las armas pueden entretener si uno las usa responsablemente - dijo el austríaco.
- Quien dice eso, Baldur, es porque nunca le ha disparado a un hombre - dijo ella.

Nadie dijo nada más.

Durante los 25 años que mi abuela vivió después de aquello y hasta hoy le he dado vueltas y vueltas a la sentencia pero nunca me atreví a salir de dudas.