miércoles, 20 de febrero de 2008

El hombre más poderoso de la Tierra

I. Introducción

Todos tenemos una cuota de poder y la usamos. Generalmente viene dada por la suma de posibilidades de hecho a nuestro alcance, con límite más o menos preciso en el sistema de creencias y valores de una sociedad en un momento determinado. Y no es menos cierto – y fácilmente comprobable – que por mínima que sea esa porción de poder, quien la detenta tiende a abusar de ella.

Acaso por eso moderamos los términos en los que devolvemos un café tibio para que lo calienten nuevamente, sabedores de que tras la puerta de la cocina perdemos el control de la bebida a manos del mozo que nos sirve.

Tratamos cordialmente al personal subalterno concientes de que cualquier autoridad formal se desdibuja en los innumerables aspectos de la tarea que reposan en la confianza por la imposibilidad práctica de controlarlo todo en todo momento.

Nadie en su sano juicio irritaría adrede a la secretaria del jefe y siempre nos damos tiempo para charlar con cadetes, porteros, asistentes, meritorios, recepcionistas, etc.

Todos ellos tienen algún poder de hecho que puede beneficiarnos o perjudicarnos en alguna medida.

Un conocido aforismo de la administración pública afirma que el orden de despacho de las decisiones ministeriales no es resorte del ministro sino del ordenanza que apila los expedientes.

Sobre esta realidad incontestable nos advierte el famoso gaucho Martín Fierro cuando dice “hasta el pelo más delgado hace su sombra en el suelo”.

El problema adquiere ribetes de proporción cuando a ese poder de hecho – necesariamente creciente a medida que se asciende en los estratos sociales – se añade el poder formal devenido del máximo vértice del ordenamiento jurídico, cuyo principal depositario, en los sistemas presidencialistas, es el primer magistrado, el titular del Poder Ejecutivo.

Y es que, como responsable de ejecutar la ley en aras del bien común, bienestar general o cualquier otra fórmula laxa (que justifique siempre y de cualquier manera su ejercicio) y único árbitro e intérprete soberano de ese interés que procura, el Ejecutivo puede echar mano a soluciones materiales e inmediatas de las que carecen los demás poderes estatales, al ser sus decisiones generalmente colegiadas y sujetas a complejos mecanismos de producción.

Esto explica la creciente expansión – no sin riesgo para la salud republicana – de su ámbito de actuación, ya avanzando sobre las incumbencias de los demás poderes públicos o aún peor invadiendo la esfera subjetiva individual.

La vieja idea de un único poder estatal actuante por el cauce de funciones plurales, independientes, yuxtapuestas y recíprocamente controladas para garantía de los ciudadanos, tiene hoy mayor vigencia académica que práctica.

Ya enseñaba Genaro Carrió que todo se origina en el uso híbrido de la palabra poder, que unas veces connota potestad, competencia, atribución y otras – según el contexto – fuerza, dominio, poderío. “De allí hay un solo paso a afirmar que el sujeto o entidad en cuestión tiene las atribuciones porque dispone de la fuerza” . Y con ese mismo lenguaje acrítico se habla de potencia cuando se alude a los países que por sus condiciones geopolíticas, económicas y militares predominan en el concierto de las naciones.

Ahora bien, mediando algún esfuerzo de interpretación es posible concluir que el máximo poder así concebido está en manos de la suprema autoridad gubernamental de dichos países, el Presidente; el responsable de los destinos de todo un pueblo, el hombre fuerte. Veamos.

II. El hombre más poderoso de la Tierra.

Del presidente de los Estados Unidos de América se dice que es el líder del mundo civilizado, el hombre más poderoso de la Tierra; y parece una afirmación cierta en varios aspectos, particularmente en el plano de las relaciones internacionales.

Ningún otro hombre en el mundo cuenta con el poderío militar necesario para desatar una guerra termonuclear global y autoerigirse en adalid de la paz para impedir el desarrollo de armas de destrucción masiva en el resto del mundo.

¿Quién sino él, fundado sólo en la bondad de las razones que cree tener, podría señalar de modo irrefutable las naciones que integran el Eje del Mal, ordenando bombardeos y ocupaciones en dichos territorios contra el criterio manifiesto de su propio Congreso, de la opinión pública mundial y del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas?

Nadie además de él puede disponer un desembolso de 40.000 millones de dólares en 48 horas, como ocurrió con la ayuda financiera de emergencia que autorizó el Fondo Monetario Internacional – por su intercesión – a favor de México en oportunidad del sismo que asoló ese país en 1.995. No gratuitamente, por supuesto.

Y es con su bendición que se han alzado y derrocado gobiernos en Latinoamérica, Asia y otros países tercermundistas a lo largo de su historia reciente, consintiendo o tolerando los mayores abusos cometidos contra sus poblaciones civiles sin restar siquiera un poco de lustre a su título de máximo garante y defensor de los derechos humanos en el mundo libre.

Es tal vez el único mandatario que puede impulsar tratados de derechos humanos vinculantes para todos los países signatarios, sin que su propio país adhiera a los términos en ellos convenidos.

Por todas estas potestades extraordinarias podría decirse que el presidente de los EEUU no tiene iguales. Los demás jefes de estado sólo ostentan grados diferentes de adhesión y preferencia de la Casa Blanca pero no son, más que protocolarmente, sus pares.

III. ¿El hombre más poderoso de la Tierra?

Sin embargo probablemente no tenga tantos motivos como cree para sentirse inmenso reclinado en su sillón del despacho oval Porque tal vez él, que puede destruir varias veces el planeta, torcer el rumbo de la economía mundial, instituir y destituir gobiernos, jugar a la guerra cuando quiera y afectar con sus decisiones a miles de millones de personas, jamás imaginó, ni en su optimismo más desaforado, que un Presidente pueda por sí:

- concentrar el grueso de la iniciativa parlamentaria;
- derogar por decreto leyes sancionadas por el Congreso;
- nombrar sus propios ministros y demás autoridades sin acuerdo del Senado;
- crear personas jurídicas públicas estatales y asignarles misiones, funciones y recursos del presupuesto público sin autorización parlamentaria;
- establecer haciendas paraestatales también con fondos públicos;
- designar y remover a discreción a los titulares de los entes reguladores de servicios públicos, instituidos en garantía de los consumidores;
- forzar las estadísticas de las cuentas nacionales e indicadores económicos por vía de presionar a las autoridades regulatorias;
- cambiar íntegramente la composición de la Corte Suprema utilizando espuriamente el mecanismo institucional del juicio político;
- alterar mediante actos de imperio las prestaciones convenidas en contratos particulares,
- modificar a su arbitrio el destino de las partidas aprobadas por ley de presupuesto,
- dictar normas que suspendan no sólo la ejecución de sentencias contra su Administración sino incluso la continuidad de tales pleitos,
- cancelar dichas sentencias con bonos de aceptación obligatoria por él mismo emitidos,
- fijar unilateralmente los plazos de caducidad de acciones y derechos para demandar al Estado, y
- emitir letras paralelas a la circulación monetaria (lecop, patacones, etc.) y determinar su fuerza cancelatoria de obligaciones.

Y resistir pese a todo el juicio de la historia bajo el conjuro infalible de una emergencia pública endémica, terminal, insuperable y para siempre agónica.

IV. Perspectivas

Estas sencillas reflexiones no bastan, por supuesto, para restar porte a la consolidada reputación del mandatario norteamericano. Tampoco para distraer por un instante la mirada internacional que lo sigue celosamente, pocas veces celebrando y muchas otras padeciendo sus decisiones.

Pero acaso sí para llamar la atención sobre un hecho apenas advertido: puertas adentro, en lo cotidiano, donde está lo profundo, cualquier presidente argentino ha sido o es más poderoso.

11 comentarios:

Anónimo dijo...

Aplaudo lo que escribiste hoy ,es verdad que los presidentes argentinos se arrogan todos los poderes y no hay quién pueda cambiar esto ,seguimos cambiando de jefes pero todo sigue igual.Será nuestro destino?

Pablo dijo...

Algo de eso hay Julieta. Los políticos no son claveles del aire, no vienen de la nada; surgen del pueblo que los elige y reflejan su imagen.
En fin.

Luisa dijo...

Será entonces Pablo, que cada pueblo tiene los gobernantes que merecen?...me niego a creer que es así,porque es bien sabido la larga lista de incompetentes y corruptos presidentes que ha tenido México a lo largo de su historia...¿realmente merecemos eso?...supongo que sí,aunque me duela.
Recuerdo una anécdota que contaba mi padre, que nos decía que el presidente no llevaba reloj y tenía que preguntarle la hora al primero que encontraba: ¿Qué hora es?, a lo que el subalterno rápido y expedito respondía: La hora que usted diga,señor presidente.
A eso llamo poder y no fregaderas.

Pablo dijo...

Me hiciste reir Luisa. Por acá tuvimos hasta no hace mucho, un zátrapa septuagenario de la Rioja por gobernante, que se jactaba de nunca llevar dinero encima mientras duró su mandato.
Dicen que dijo que quien realmente tiene poder sale a la calle sin billetera. Ahí tenés.

*La Casalinga* dijo...

Yo sí creo que los pueblos tienen los gobernantes que merecen.
Son el reflejo de su idioscincracia.
En Argentina, no podríamos tener un presidente que no fuese arrogante, porque los argentinos somos asi.

Igualmente, pienso que todo aquel que dedique su vida a ostentar un gran poder, no puede ser buena persona.
Las buenas personas no quieren ser presidentes de nada porque no les dá el corazón para asumir costos sociales dándoles felicidad a unos a costa de la infelicidad de otros.

Pablo: quien realmente tiene poder sale a la calle sin billetera. La deja sobre su mesa de luz mientras se chupa la guita de las billeteras de los que sí las llevamos encima.

Omarcito dijo...

Disculpe que interrumpa Dr.

Tu detallada argumentación sobre las capacidades de maniobra del presidente e los EEUU confirma mi presunción de que este tío es un pelele de, anda a saber, que extraños "poderes" que, seguramente, "hacen más sombra que un pelo", están detrás. Pero soy conciente que nuestro sistema es mas parecido a una monarquía.

Luisa dijo...

Zátrapa...qué ofensa más chula...mira, dilo en voz alta y se oye impresionante, ofensivo y contundente...zátrapa!!.
Ardo en deseos de poder estrenarla ya.Ufhh, y ya lo de "zátrapa septuagenario", fue la acabóse.
No le dijiste nada al pobrecito infeliz.
buen día, lic.

Pablo dijo...

Ay Sonia, después de tu sentencia, adiós a toda esperanza de ser gobernados por un justo (no Justo como Justo José de Urquiza o Juan B. Justo)

Pablo dijo...

Omarcito:

Los presidentes americanos, por su sistema electoral, no son más que líderes corporativos. Se erigen con el mismo criterio con que se nombra el CEO de una multinacional.
Algo parecido pasa en toda Latinoamérica sólo que arderían en la hoguera antes de reconocerlo.

Pablo dijo...

Verás Luisa, es que el sujeto en cuestión (y no tengo reservas en confesarlo abiertamente) es titular de mi más profunda antipatía.

*La Casalinga* dijo...

Vos tenías esperanzas?