El sábado por la mañana pintaba bastante bien. Las tareas domésticas (compras de supermercado, lavado del auto, corte de pasto y limpieza del jardín) se pusieron al día el viernes santo y el fin de semana se ofrecía venturoso. Mientras desayunábamos Lola llamó a su hermana mayor e hizo planes para pasar dos días con ella, mejor todavía.
Con la Tana armamos un programa para Goyo (feliz y libre del yugo hostil de ya saben quién)que incluyó mimos y paseos de toda índole.
Por la noche fuimos a cenar a un conocido shopping de zona norte para rematar lo que hasta ahí era un buen día. En ese patio de comidas nos encontramos todos los pelotudos que, como yo, permanecimos en Buenos Aires durante el feriado largo.
El que haya pasado por la experiencia no ignorará que comer en ese lugar requiere toda una maniobra logística. Para empezar la variedad de ofertas gastronómicas conduce inexorablemente a comprar platos distintos en tantos locales como comensales haya, en medio de codazos y apretujones. Así, cajita feliz para Goyo y Sushi y otras delicadezas para nosotros.
El problema fué que al niño (como corresponde) se lo atendió primero y para cuando llegó nuestro turno él ya había terminado y estaba aburrido de jugar con el dichoso juguetito y otras cosas que la Tana le había comprado. Como pasa siempre que le toca ser hijo único estaba exhultante, desaforado, y empezó a hacer su gracia de salir corriendo y mezclarse con la multitud. Casi sin probar bocado busqué una sillita de infantes y lo senté sin más preámbulo. El chico por supuesto berreó sacudiéndose como un maníaco y pidiendo upa a los gritos pelados por espacio de 15 minutos.
En algún punto del sainete se acercó a nuestra mesa la típica gorda comadrona, metida argentina y dirigiéndose a la Tana (yo estaba de espaldas al enemigo) le dijo en un chillido: ¿no te da vergüenza torturar así a ese chico que está llorando hace media hora?. Dicho esto volvió a la mesa contigua donde estaba acampando con su marido e hijo de unos 6 años.
Conviene a esta altura del relato, aclarar que la Tana cultiva las exhasperantes virtudes de toda buena chica católica: Es incapaz del menor acto de violencia (ni siquiera conmigo), no levanta la voz (excepto a mí), no insulta ni utiliza epítetos descalificantes (excepto conmigo) y es la mayor parte del tiempo perfectamente dueña de sí misma (me enorgullece ser el único que puede sacarla de quicio). De modo que nos miramos sin decir nada, miramos al tanito (le decimos así por el parecido con su madre) que dejó de llorar y clavó los ojos sorprendidos en su improvisada defensora mientras ésta se alejaba moviendo en vaivén rítmico un culo inconmensurable como una pantalla de cinemascope.
- No puedo creer el atrevimiento de esta mujer - dijo por fin la Tana. Y tal vez sea cierto que no pudiera creerlo, ya que cualquiera que la conozca sabe positivamente que es tan incapaz de causar daño consciente como de volar por el aire batiendo los dedos de los pies.
Entretanto yo repasaba mentalmente las enseñanzas de Tsun Tsu sobre el arte de la guerra: La gorda había ganado la primer batalla aprovechando el elemento sorpresa, convenía replegarse y planificar antes de contestar el ataque, pero sin dejarle tiempo para reagrupar sus neuronas. La otra cuestión concernía al cómo del enfrentamiento, a meditar una réplica lo bastante brutal para terminar de una sola vez pero sin que la cosa pasara a mayores. Es curioso, sabía que había hecho bien en reprimir el impulso primario de contestarle "andáalavartelastetasgordademierda", pero entre más lo pensaba más se me agolpaba la sangre en las sienes.
No habían pasado 5 minutos cuando me acerqué a su mesa con la respuesta sabida. Hela aquí:
- Voy a decirte tres cosas; hablar de tortura sin cuidado de la dimensión significante que tiene esa palabra es una torpeza, interpelar a personas desconocidas usando una confianza que no te han dado es una grosería y no distinguir entre un berrinche y el verdadero sufrimiento revela ignorancia. Esto define la impresión que me dejaste: ¡Sos torpe, grosera e ignorante!; repito (bien fuerte para que todo el mundo nos mire) ¡sos torpe, grosera e ignorante! -
La gorda quedó perpleja, miró a su marido (un flaco con cara de buen tipo) reclinado en el asiento de al lado que me observaba sin mover un músculo con gesto de resignación doliente. "No sabés hermano la cantidad de veces que pasé por esto", decían esos ojos.
Ya de salida, al pasar frente a su mesa, la gorda abrió la boca para decir algo y entonces, justo ahí, la Tana mostró su verdadera naturaleza despiadada clavando el estoque mortal en el abatido (aunque generoso) pecho de su oponente: - Estás opinando con ligereza -le dijo inmisericorde. No se lo mandó a decir, la mató pobre gorda.