miércoles, 27 de agosto de 2008

Quien yo soy

Alguna vez escuché por ahí que para los animales la pregunta existencial es ¿qué voy a comer hoy?, para las mujeres ¿qué me pongo? y para el hombre ¿quién soy?. Nunca fué dilema para mí, yo sé bien quién soy, y sé también cómo y porqué llegué a ser esto que soy. La culpa fué de mi viejo y el libro de quejas está a su disposición (la suya por supuesto, no la del viejo que ya no está entre los vivos, y digo vivos de vivir no de avivados).

Puede ocurrir - dadas ciertas circunstancias - que yo disimule lo verdadero, pero nunca afirmo lo que es falso. Tras la excursión con Dino al Tigre mi bicicleta fué objeto de secuestro y archivo en un galpón de la empresa de guardamuebles que por entonces gerenciaba mi madre. Pasaron los meses y un buen día mi hermano Gustavo se aparece en casa con una bici que dijo haberle comprado a Pistola (un pibe del barrio apodado así por su costumbre de andar ahorcando la gallina todo el tiempo) con el dinero recibido en su cumpleaños. El rodado era una nave, celeste brillante, cubiertas negras nuevas, espejitos relucientes, un chiche. Cierta tarde en el patio de casa yo miraba fascinado la bici de Gualo y noté que era de la misma marca que la mía (aunque la mía era roja, no tenía accesorios y estaba arrumbada en algún rincón del mundo). Le comento al viejo la coincidencia y me dice - "esa bicicleta es tuya pelotudo, Gustavo la sacó del galpón, la pintó, le cambió las gomas, le sacó los guardabarros, le puso espejos y te metió el perro" -. Demás está decir lo infinitamente estúpido y traicionado que me sentí, lo primero por no haberme dado cuenta, lo segundo porque mi propia madre, que le facilitó las llaves del galpón y conocía la maniobra fraudulenta con evidente dolo de ocultamiento, era partícipe necesaria de la estafa. Dolió claro, pero la verdad, aunque duela, fué a partir de entonces, siempre mi mejor opción.

Cuando tenía seis años con mi hermano mayor de ocho hicimos la clásica arrebatada de golosinas del quiosco situado justo al lado de la escuela y a la salida de clases. Llegamos a casa con los bolsillos a reventar de caramelos y chocolatines, diciendo que un compañerito de Quique nos lo había regalado. Por supuesto el quiosquero nos reconoció y dió aviso al colegio cuya directora es amiga de la infancia de mi madre. Enterado el viejo, no sólo nos aplaudió los cachetes al estilo clásico sino que nos hizo devolver - ante millones de testigos conocidos - el importe del botín deducido de nuestros ahorros y deshacernos en disculpas para con el comerciante. Desde ese día no puedo conservar un fósforo que no me pertenezca.

Tras 20 años de servicio un buen día la empresa americana donde el viejo era gerente decidió prescindir de sus servicios. Parece que los demás gerentes - todos en connivencia - declaraban defectuosos algunos de los instrumentos que allí fabricaban y los vendían luego bajo cuerda. Mi padre no entró en la trenza, tampoco se alzó como el adalid de la moralidad, sólo dijo "no gracias". Anoticiados de que viajaba una auditoría desde EEUU para relevar las pérdidas de la filial argentina, los mafiosos estrecharon el círculo rajando al pobre viejo. Mi madre, que bien poco lo entiendía, era un sólo manojo de regaños, pero él, inmutable, dijo algo que recordaré mientras viva: "mirá Gorda, uno no siempre puede hacer lo que quiere pero siempre puede no hacer lo que no quiere". Por eso no le perdono a Ratzinger su militancia en las juventudes hitlerianas bajo pretexto de sobrellevar las presiones políticas de la época. Soy conciente, cada vez que obro mal, de que lo hago con discernimiento, intención y libertad de elección.

Me dijo una vez "esa chica es buena pero no para vos" y estaba en lo cierto, otra vuelta ante mis ínfulas de jóven abogado prometedor sentenció "¿querés ser un grande? llevá adelante una familia que no es poco" y no se equivocaba.

Yo sé bien quien soy. Soy el hijo del viejo Manzano.

jueves, 21 de agosto de 2008

El juego de la cama

Tiene diferencias y semejanzas con el juego de la silla, ese en el que varios participantes giran en torno a un grupo de sillas dispuestas en círculo y cuando para la música tratan de no quedar sin asiento. Se parece en el concepto aunque este se juegue con camas, difiere en que hay tantas camas como participantes o más.
En casa Goyito instaló la moda; generalmente de madrugada empieza el juego de la cama y se pone muy entretenido cuando Meli se queda a dormir en el sofacama del living. Subrepticia e invariablemente el párvulo se despierta, viene corriendo al lecho nupcial - al grito de "a dormir acá" y se incrusta contra el cuerpo materno. A poco de andar, el hacinamiento se le vuelve intratable y la Tana hecha un zombie camina hasta el cuarto de los infantes a desplomarse sobre el colchón vacante que dejó el niño. La operación se repite varias veces porque, ni lerdo ni perezoso, Goyo retorna a su cubil no bien nota la ausencia y desplaza nuevamente a su errante madre.
Cuando Meli se queda el juego comienza con ella, es la primera en ser deshauciada de su cama en busca de una plaza libre, por supuesto la de su hermanito. Pero no conforme con desalojar a su hermana mayor, el chico viene todavía a repetir la rutina de la cama grande.
Hace algunas noches me despabilé abuptamente de madrugada para oír a ambas mujeres sostener un diálogo incoherente de viva voz. Abrí los ojos y el enano dormía plácido acurrucado a mi siniestra. Parece que la primera en ocupar la cama de Goyo fué Melisa, y la Tana, también desplazada a su turno, buscó idéntico refugio tanteando a oscuras un lugar donde dar con sus huesos lo que efectivamente hizo precipitándose sobre la desprevenida Meli que despertó en un sólo alarido que hizo a su vez gritar de horror a la Tana, que me despertó a mí al grito de "¿qué carajo están haciendo?" y a Lolita que preguntaba "¿qué pasó?".

Ganador indiscutible: Goyo; se quedó con el premio mayor y dormía sereno y sonriente. Todos los demás en vela y enemistados.

Al cabo de dichos sucesos compramos una cama inmensa, da vértigo de tan ancha y alta, pero no solucionamos mucho. El Tano sigue con sus incursiones aunque ciertamente hay menos movimientos nocturnos. Por las dudas dormimos con un ojo abierto.

lunes, 4 de agosto de 2008

Verano del ´77

Hoy por hoy, con treinta y ocho años de amistad a cuestas, tengo la costumbre adquirida de sopesar las opiniones de Dino (Gabriel, mi amigo de siempre), pero cuando ambos teníamos once años sus ideas me parecían simplemente incontrastables, y así me fué.
Hacía rato que él andaba jodiendo con su plan temerario de agarrar las bicis y pedalear hasta donde nos parara el viento, la epopeya perfecta salvo por un detalle no menor; nuestros permisos de vagabundeo tenían limitaciones geográficas y temporales bien precisas: no más allá del rectángulo comprendido entre las paralelas Blanco Encalada y Av Congreso y las perpendiculares Av Del Tejar y la vía, y no más tarde de las cinco. Hay que ver lo convincente que es Dino cuando algo se le cuadra, pero no dejaba de ser una aventura prometedora.
Aquel sábado, después de almorzar volvió a la carga: "¿y si vamos hasta El Tigre?". Lo miré como suelo hacerlo, con mi gesto típico de "no podés estar hablando en serio". No era para menos, discutíamos un periplo de 60 km entre ida y vuelta de Belgrano al Tigre y aún cuando es cierto que este cálculo se me escapaba por entonces, sí sabía que era lejísimos.
"Se hace rápido si nos colamos en el tren de Barrancas, bajamos donde termina, boludeamos un rato y volvemos; estamos acá antes de las cinco, no seas puto, cagón de mierda". Si una cosa no soy es cagón, "vamos y después no hinches las pelotas con que te cansaste de pedalear".
El itinerario iba de maravilla, hasta ahí todo salió conforme lo planeado. Recuerdo que unos días antes, para mi cumpleaños, mi padre me había regalado los anteojos de sol que tanto quería y no me los saqué ni por un segundo, me sentía como el rubio de Camel, como Pedro de Mendoza, como Meteoro pero en bici; qué podía salir mal, es sabido que los dioses favorecen a los héroes. Allí estábamos los dos, quemados por el sol, compartiendo una coca en la que habíamos gastado todo lo que llevábamos encima, mientras contemplábamos aquel río recién conquistado.

Eran tiempos turbulentos en Argentina, todos eran sospechadores y sospechosos de todos, pero aquello, en ese mismísimo minuto, no nos merecía el más mínimo reparo, para empezar porque sólo conocíamos vaguedades y para terminar porque nos importaba un soberano carajo. "Busquemos algún lugar para hacer cross" - otra idea irrefutable y perfecta en sí misma viniendo de Gabriel; y lo encontramos, un descampado al que accedimos no más saltar el alambrado perimetral. Al fondo, a lo lejos había algunas edificaciones pero quién vendría a echarnos un sábado a la tarde y con semejante calorón. Un buen rato haciendo piruetas hasta que se nos acercó un jeep con dos hombres uniformados portando ametralladoras cortas. Que qué hacíamos ahí, que si no habíamos visto el cartel de zona militar, que ese era el destacamento de Prefectura Naval, que dónde estaban nuestros padres, que quiénes éramos, que los íbamos a tener que acompañar. "Y bueno - le dije a Dino - acompañémoslos. Estuvimos sentados en un banco de madera por más de dos horas: "ya está llegando el Prefecto y vamos a ver si los deja ir o los metemos en el calabozo detenidos". En este punto la autodeterminación de Dino se derrumbó; lloraba presagiando el peor de los destinos pero algo me decía que la cosa no era para tanto. El amigo Prefecto se tomó su tiempo pero llegó. Era un adulto como tantos, con cara de director de colegio o preceptor, alguien de quien cabía esperar una buena cagada a pedos pero no mucho más. Nos miró, le devolvimos nuestra mirada lloricosa, se dió vuelta y mandó al otro uniformado a comprar gaseosa y galletitas para nosotros. Una luz al final del túnel.
De nuevo el sermón, que cómo se nos ocurrió alejarnos tanto (quise responder que fué culpa del pelotudo de Gabriel pero me callé y eso selló nuestra amistad para siempre), que nuestros padres debían estar preocupados, que mejor tomábamos la merienda que nos convidaba y nos íbamos derechito a la estación a tomar el tren de vuelta. Una cosa que debió preguntar y lo olvidó es si teníamos para el boleto, pero el horno no estaba para bollos y le disculpamos el detalle.
Seguimos el plan - serían ya las siete y media de la tarde aunque nosotros lo ignoráramos - subimos al tren pero el guarda nos descubrió antes de llegar a la siguiente estación (Carupá) y nos hizo bajar. A pedalear hasta Belgrano.

Como pasa en estos casos y por motivaciones que no conocíamos del todo, ambas familias se contactaron para averiguar nuestro paradero. Hacia las ocho de la noche todo el barrio estaba conmocionado, se montó un operativo de búsqueda que unió a los vecinos bienintencionados, e incluyó procesiones hasta las comisarías y hospitales cercanos.

Dale y dale al pedal con alguna interrupción para tomar respiro, siempre bordeando la vía para no perdernos. LLegamos a territorio conocido pasadas las diez de la noche y la primera cara familiar que nos salió al cruce fué la de Lali, un amigo de la casa; "tu vieja te mata" - dijo lacónico - "ya sé, ya sé, ¿pero me mata de matar nomás o de dejar bien muerto?". Por las dudas paramos las bicis en la esquina de casa, unos veinte metros antes de mi puerta.
La silueta oblonga y bamboleante de mi madre se aproximaba al trote (como de hipopótamo) llorando a moco tendido con los brazos extendidos, unos pasos atrás la madre de Dino gritando improperios. Me quedé quieto, la vieja es inofensiva cuando entra en pánico, pero Gabriel por razones que tenía bien conocidas se puso en guardia. Mientras intentaba zafar de esas manazas que me apresaban ambos cachetes entre espasmos desconsolados y sonidos incoherentes, (buahhhsabésgrrrllllquéhoragrslffsssshhhes,ahhhhlasdiezbbbuuuuumequerésmatardeundisgusto) especulaba con que quizá mi padre no había vuelto del trabajo, en mi mente no serían más de las siete, siete y media. La esperanza fué lo último que se perdió al ver a mi padre desencajado como una estampida de búfalos corriendo en dirección a nosotros. Papá no lloraba, actuaba. Me levantó por el cuello de la remera (no se porque en ese momento creí que si seguía aferrado al manubrio estaría a salvo, pero lo cierto es que me llevaba en vilo con bicicleta y todo, entre amenazas de sufrir un mal próximo e inconmensurable no bien traspusiera el umbral de casa, lo que efectivamente ocurrió). Lo último que ví antes de ser arrastrado al patíbulo fué la imagen de Gabriel, a quien don Jaime (su padre) llevaba literalmente a patadas en el culo, casi llegando a la esquina de Freire. Fué entonces y ni un sólo segundo antes cuando caí en la cuenta que a lo mejor, esta vez sí la habíamos cagado para el campeonato.

Juro que no exagero cuando digo que los días de humedad, todavía siento los cazotes del viejo.